Os traemos una recreacion de playmobil egipcios y romanos del coleccionista de Playmobil Aurelio
La provincia romana de Egipto (en latín, Ægyptus) fue una provincia del Imperio romano, que comprendía la mayor parte del Egipto actual, exceptuando la península del Sinaí. La provincia de Cirenaica al oeste, y Judea (más tarde Palestina y Arabia Pétrea) al este, tenían frontera con Egipto. El área pasó a estar bajo el dominio romano en el año 30 a. C., tras la derrota de Cleopatra y Marco Antonio por Octavio
En el año 44 a. C. Cicerón, político y orador republicano, escribió a su amigo Aticus: “Odio a la reina”. Tal afirmación, nacida de la polémica estancia de Cleopatra en la capital romana invitada por César, iba a ser premonitoria. La animadversión hacia la soberana extranjera obedecía sobre todo a una estrategia política. Los feroces ataques se realizaron como una denuncia por el acercamiento peligroso, primero de César y luego de Antonio, a las conductas reales, que los republicanos despreciaban y que amenazaban ahora con instalarse en Roma.
Convertido desde el año 27 a. C. en el emperador Augusto, Octavio hizo de Cleopatra el centro de una cuidadosa propaganda política cuyo fin último era legitimar su nuevo régimen. Roma se volcó a partir de entonces en forjar una leyenda negra en torno a la reina egipcia que no hizo sino avivarse con los siglos. La encumbraron como la mayor amenaza para el estado, no solo por sus ambiciones políticas, sino también por atentar contra los valores romanos más arraigados.
El recién estrenado imperio necesitó dotarse de un marco ideológico que legitimase el gran giro tomado por el Estado. Para su elaboración, Augusto se rodeó de un grupo de excepcionales escritores e ideólogos puestos a su servicio. A partir de este momento Cleopatra se convirtió en protagonista de una serie de composiciones, verdaderas joyas de la lírica y de la épica latina, en las que los acontecimientos son contemplados y manipulados desde el prisma triunfalista. De hecho, el mito de fundación del Imperio arrancaba de la propia victoria de Actium. Transformada en una batalla entre dioses romanos y egipcios, Augusto se escondía tras el valiente Apolo, que venía al rescate de la flota, mientras a Cleopatra se le reservaba el acto cobarde de abandonar a los suyos. El gran Virgilio (70-19 a. C.) manejó brillantemente todos los elementos alegóricos en su Eneida, en la que relataba los orígenes de Roma: “La reina […] llama a sus huestes con un sistro egipcio y no mira, la triste, dos culebras que a sus espaldas le anuncian la muerte”.
La muerte de Cleopatra fue justificada y celebrada como la de un enemigo de Roma . En un sistema patriarcal como era el romano, existió un rechazo absoluto a la condición femenina de la gobernante. Las durísimas palabras de Horacio (65-8 a. C.), uno de los primeros portavoces de la nueva era, arremeten contra “una reina insensata, colmada de una loca ambición y embriagada por un éxito insolente”, que “tramaba la ruina del Capitolio y la destrucción del Imperio”. Pero, como la grandeza del vencedor se mide también por la altura de su rival, el poeta alababa igualmente la nobleza mostrada por Cleopatra en sus últimos momentos: darse un fin digno absorbiendo el letal veneno de los áspides. Su decisión tenía por objeto evitar la humillación de ser llevada a Roma y expuesta en el desfile triunfal de Octavio.
La figura de Cleopatra adoptó rápidamente una dimensión simbólica como paradigma contrario a las virtudes y a la moral romana. Llamada “la egipcia”, adjetivo usado en un sentido peyorativo, encarnaba todos los vicios que se tenían por procedentes de Oriente. Se la asoció con el consumo desmesurado de vino, omnipresente en los principales actos, frente a la moderación romana. Su belleza se equiparó a su lujuria y promiscuidad sexual, hasta quedar ridiculizada en la versión de la reina-prostituta ejecutada por Propercio (45-15 a. C.). Sus compañeros de aventuras corrieron mejor suerte. Para evitar reabrir las heridas de la guerra civil, César y Antonio se convirtieron en víctimas de sus engaños
Pero si Augusto hizo un buen uso propagandístico de la derrota de la reina y de sus escarceos amorosos, su interés por la historia del territorio recién anexionado no iba mucho más allá. Ordenó la destrucción de las estatuas de Cleopatra y Marco Antonio, y es conocida la indiferencia mostrada en su viaje a Egipto cuando visitó la tumba de Alejandro Magno. El biógrafo Suetonio (s. II d. C.) cuenta la anécdota de que, tras rendir honores al gobernante macedonio, se negó a visitar al resto de los faraones ptolomeos diciendo: “Yo he venido a ver a un rey, no a muertos”.
Este artículo se publicó en el número 487 de la revista Historia y Vida.
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